Escena del yayo, tuneada. A ver qué te parece
La negrura se extendía por el horizonte. Las oscuras siluetas de las casas, a ambos lados de la calle, apenas se distinguían a través del tupido aguacero que arreciaba sin tregua en el exterior, y que martilleaba sobre la carrocería del destartalado Seat 850, ahogando la voz alegre de El Fary. Los limpiaparabrisas se afanaban, sin mucho éxito, en apartar el agua del cristal, mientras el intrépido conductor entrecerraba los ojos, intentado distinguir algo entre las bolas de luz difuminada en que la lluvia convertía las bombillas de las farolas, y los débiles haces que emitían los cansados focos de su flamante bólido.
- ¡Ay, Joselu! Te agradezco los ánimos, pero es que el tiempo no me está ayudando nada –se lamentó una voz cascada al escuchar a su compañero de viaje: “Siempre atento, siempre alerta… Por la noche con su coche, apatrulla la ciudad”- ¡Madre del amor hermoso, pero qué…! –exclamó clavando los pies sobre freno y embrague simultáneamente, haciendo que el coche se detuviera con brusquedad.
Una sombra negra se abalanzó sobre el capó, llegada de la nada. Se estrelló contra el cristal. Rodó hacia la derecha y, tras proferir un gruñido sordo, abrió la puerta del copiloto colándose en el interior del vehículo.
- Un silbido y gritar la palabra “taxi” es demasiado sofisticado para ti ¿verdad? ¡Por Dios hombre, me vas a estropear la tapicería! –gimoteó el taxista al contemplar la ropa empapada del recién llegado.
William observó el desgastado sky, que en algunas zonas dejaba ver trozos de la espuma amarilla que tenía debajo, preguntándose a qué tapicería se refería, mientras se frotaba el costado izquierdo e intentaba recuperar la respiración. Cuando por fin pudo dar una bocanada de aire sin que sus costillas amenazaran con saltar en pedazos, abrió la boca para replicar que tuvo que tirarse a la calzada, puesto que no le había hecho caso a las señales que hizo con los brazos ni al grito de: ¡para, maldito viejo! Pero en ese instante, el piloto metió primera casi a machete y pegó un acelerón, seguido de otro machetazo al cambio para meter segunda y otro acelerón. Lo que hizo que Will, primero se pegara al respaldo del asiento, después saliera disparado hacia delante dándole un cabezazo al parabrisas y clavándose el salpicadero en su magullado tórax y, por último, volviera a empotrarse en el asiento. Jadeando, palpó el costado del coche en busca del cinturón de seguridad.
- Ni lo intentes, joven, se rompió el mes pasado. Agárrate al asa de la puerta –sugirió el conductor, elevando el tono de voz para hacerse oír por encima del volumen de la radio.
Las ruedas del 850 chirriaron al tomar una curva a la izquierda y amenazaron con salirse del eje tras el volantazo a la derecha. Un nuevo acelerón hizo toser el motor, que tras varios espasmos para recuperarse del cambio a tercera, consiguió emitir un ronroneo constante. Dentro, William estaba a punto de vomitar, y todavía no habían pasado de cincuenta. Apartó la vista del asa que llevaba sujeta en la mano derecha y que debería estar anclada a la puerta, al oír reír a su compañero.
- Viajar en mi viejo buga es toda una aventura, ¿eh?.
En el sillón del copiloto, William cerraba los ojos y asentía, pero no en conformidad con la afirmación del piloto, no. Sino con el estribillo que sonaba en la radio: “No debí decir que sí”. Así se sentía él, como el protagonista de la canción de Pony Bravo y su Noche de setas. Desde que había aceptado el trabajito, iba de mal en peor, pero por suerte todo había terminado. Ahora sólo debía sobrevivir a esa noche y poner pies en polvorosa, directo a sus más que merecidas vacaciones. Le entregaría la carta al vejestorio y no volvería a aparecer en dos meses. Giró la cabeza para observarle. De edad indefinida, calculaba que podría rondar los 70 años, tenía el especto de un rockero momificado: la melena canosa de tono castaño enmarcaba un rostro de piel curtida y surcada de profundas arrugas. Llevaba una chupa de cuero, estilo punk de los años 80, tan gastada que probablemente la hubiera adquirido a principios de esa década, al igual que las mallas de leopardo que cubrían sus largas y esqueléticas piernas y que se perdían a la altura de la pantorrilla dentro de unas botas negras de cowboy.
- Te gusta mi look, ¿verdad? Retro-vintage –afirmó el anciano con orgullo- Todo lo viejo, vuelve, con nombre renovado, eso sí. Mira, animal print –dijo estirando con dos dedos la tela de sus pantalones- el leopardo de toda la vida. Pero a los jóvenes les gusta inventarse nombres para las cosas de antes, así creen que de verdad están marcando una nueva tendencia. Pero que va, chico. Esta generación no tiene capacidad para inventar, sólo para rebautizar. Mi buga–le dio unas palmaditas afectuosas al volante- será lo próximo en ponerse de moda como le ha pasado al 600, que ahora se llama Seicento. Simplemente no han encontrado un nombre chic todavía, pero ya lo harán –sentenció mientras se desviaba hacia la entrada del aeropuerto- Fin del trayecto, joven -extendió la mano para que su pasajero le entregara la carta y tras guardarla en la guantera, le despachó con un golpecito en el hombro-. Que tengas buen viaje.
La fuerte brisa que soplaba, rescoldo de la tormenta que se había desatado la noche anterior, hacía chirriar las bisagras del cartel que se mecía con el empuje del aire. Colgado de una barra de forja, daba la bienvenida a quien se acercara a la puerta de Madame Divine. En el interior, sentada frente a una mesa camilla cubierta por una tela de seda púrpura con estrellitas doradas y ataviada con una túnica del mismo color y estampado, que hacía difícil discernir dónde terminaba el vestido y dónde empezaba el mantel, se hallaba la propietaria de tan extravagante nombre. La columna vertebral se encorvaba ostensiblemente a la altura de los hombros, haciendo que el cuello que sujetaba una cabeza envuelta en un turbante púrpura, le diera aspecto de buitre. Unos larguísimos pendientes de lata dorada colgaban de los estirados lóbulos y rozaban sus hundidos hombros. La mujer movía sus huesudos dedos sobre una bola de cristal, mientras con un ademán de cabeza, que hizo tintinear las monedas que pendían del turbante, indicó a sus visitantes que tomaran asiento.
- ¿Qué desean saber? –graznó.
- Pues empezamos bien –bufó Blackie-. Eso ya lo debería saber, madame.
La mujer le dedicó una mirada fría como el hielo, y después retorció sus resecos labios embadurnados de carmín en una mueca despectiva.
- Y lo sé, muchacho. Pero Madame Divine no trabaja gratis. Detrás de mí puedes ver las tarifas. Primero paga, y después, yo trabajo.
Blackie iba a protestar de nuevo, tras ver el cartel donde ponía:
Consultas sobre el trabajo, 10 euros
Consultas sobre el amor 15 euros
Consultas sobre la salud 20 euros.
Hablar con espíritus 30 céntimos el minuto.
Pero Sebastian le hizo una señal para que cerrara el pico y puso un billete de diez euros sobre la mesa. Madame Divine alargó la mano para coger el dinero y tras guardar el billete en el bolsillo de la túnica, empezó un leve cántico al tiempo que retorcía los dedos sobre la bola. Cerró los ojos un momento y cuando los volvió a abrir, anunció:
- Está bien.
- ¿Está bien? –preguntó Blackie atónito.
- Eso he dicho.
- ¿Pero qué es lo que está bien? –rugió.
- Esa es otra pregunta, muchacho. Consulta las tarifas –añadió la anciana con mirada codiciosa.
- ¿Cómo? ¿Pretende que le paguemos de nuevo? –hirviendo de indignación, Blackie alargó el brazo para sujetar a Madame Divine por el cuello- .Desembucha, vieja, porque diez euros es lo máximo que cobrarás esta tarde.
- ¡Qué haces! ¡Suéltale! –protestó Sebastian.
El rostro de la vidente estaba empezando a ponerse azul cuando Steven abrió la mano y permitió que respirara. La anciana boqueó un par de veces. El sonido sibilante de su respiración tardó un par de minutos en normalizarse y cuando lo hizo, los ojos de Madame Divine lanzaban dardos envenenados hacia Blackie. Apartó la vista de él y la posó en Sebastian que paulatinamente estaba recuperando el color de la cara.
- Sígueme, muchacho, te daré lo que has venido a buscar.
La anciana se levantó de la silla y se dirigió a la trastienda atravesando unas cortinas doradas. Entonces, ante la mirada estupefacta de Blackie, se irguió en toda su estatura, que superaba el metro ochenta. Se quitó el turbante, dejando libre su larga melena. Se despegó las uñas y las pestañas postizas. Se limpió la cara con una toallita desmaquillante y, por último, se desprendió de la túnica y los pendientes. Ya no quedaba ni rastro de la vieja vidente. En su lugar, había aparecido un hombre más viejo que Matusalén y que se le hacía extrañamente familiar. Éste, volviendo a usar su tono de voz normal, señaló un mueble bajo con un movimiento de la mano.
- Agáchate ahí, hijo, que mis huesos ya no son lo que eran –le dijo a Sebastian- en ese mueble está el sobre que me trajo tu tio. Y ahora, muchachote, ven aquí a que te dé un buen pescozón, llevas semanas sin venir a ver a tu abuelo.
- ¿Tu abuelo? -preguntó Blackie mientras Sebastian abrazaba al viejo. Y al verlos juntos se dio cuenta de que la razón por la que el anciano le parecía familiar era que estaba viendo la imagen que tendría su amigo dentro de 50 años- ¿Veníamos a ver a tu abuelo? ¿Y se puede saber porqué no me lo has dicho? -le increpó antes de volverse hacia el anciano con cara de arrepentimiento- Siento mucho lo de antes- dijo tocándose el cuello con la mano-. Espero no haberle hecho mucho daño. Pero tendrá que reconocer que ese cartel suyo con las tarifas grita a los cuatro vientos la palabra fraude.
- Primera lección sobre marketing, joven. Todo cartel con una buena oferta, atrae clientes -se acercó a Blackie y, pasándole el brazo por los hombros, lo guió de nuevo al consultorio- Y cómo verás, ahí hay una que es una completa ganga.
- ¿Cuál? -respondió Blackie, confundido.
- Las llamadas, hijo, las llamadas interdimensionales. Treinta céntimos el minuto es un chollo. La gente lo sabe y por eso viene. Y cómo los espíritus son seres caprichosos, tanto pueden venir como no. Mientras intento contactar con ellos, la gente se va dejando los cuartos en las otras consultas, que es donde yo me gano la pasta.
- Me toma el pelo.
- Para nada, joven. Luego sólo tengo que hacer el paripé un par de minutillos antes de que la comunicación se corte por saturación en las líneas y listo. Tanto televidente hace mucha interferencia- afirmó con un guiño de complicidad.
- ¡Venga ya! Nadie con dos dedos de frente se tragaría esa milonga -repuso Balckie.
- Muchacho -la mirada seria del anciano se clavó en la suya-. Esa gente viene aquí a hablar con muertos. Se tragan lo que sea.