JUEGO DE ESCENAS

Pat O’Neill, de casi ochenta años de edad, rostro arrugado como una pasa y a media dioptría de ser declarado ciego total, se inclinó con atención por encima del volante.
—Brendan, ¿te acuerdas del último desvío? —preguntó, entrecerrando los ojos tras las gafas de culo de botella y sin tener que quitarse el cigarrillo que le colgaba de la boca, una maniobra difícil, pero que había perfeccionado tras toda una vida de fumador empedernido.
A su lado, Brendan Murphy, de edad similar y un acorde estado de declive, se removió en el asiento del coche, incómodo en su traje de los domingos que había almidonado hasta dejarlo como el cartón y que era dos tallas demasiado ajustado desde las navidades de 1975.
—¿El desvío que decía Muff Road y que pasamos hace media hora? –inquirió, con una alarmante sospecha.
—Sí, ese mismo –Pat hizo una pausa—. Es que ahora estaba pensando…
Brendan se enderezó, súbitamente alerta.
—¿No iras a decirme que nos hemos equivocado de camino?
Pat negó con la cabeza y chasqueó varias veces la lengua, tratando de hacer obvia su desaprobación.
—¿Ves? Ya estás haciéndolo otra vez.
—¿Estoy haciendo el qué?
—Ser negativo.
—¿Negativo? –su voz se alzó unos cuantos decibelios.
—Negativo, sí. Y no me mires con esa cara. Sabes exactamente a que me refiero.
Brendan se echó hacia atrás, tirándose de la chaqueta y recolocando la pinza de la corbata. Su incomodidad había pasado de un plano físico a otro mucho más delicado.
—No tengo ni idea de que estás hablando –su tono sonó terminante.
Pat suspiró. Del cigarrillo que aún le colgaba de los labios se desprendió una lluvia de ceniza que cayó sobre su regazo.
—Brendan, ¿cuánto tiempo hace desde lo de Marie? ¿Tres años en setiembre? – A su lado, el otro hombre permaneció callado—. La vida sigue y a ella le habría gustado verte feliz. Si supiera que te pasas todo el día en la cama, con la televisión como única compañía, se le partiría el corazón.
Hubo un silencio grave y prolongado.
—Sólo es un baile de jubilados, Brendan –añadió Pat.
Brendan tragó con dificultad y se aclaró la garganta. El carraspeó sonó como una sierra eléctrica al cortar un pino y resultó igual de tajante.
—Entonces estamos perdidos –concluyó.
—Demonios, no. Sólo tomé la ruta panorámica en vez de la rápida. Creí que te ayudaría a relajarte, viejo cascarrabias –ignoró el resoplido del otro mientras se echaba mano al bolsillo interior de su chaqueta, de donde extrajo una botellita de cristal—. Mira, tengo algo que te va a encantar. Old Spice Pasión, el perfume favorito de los galanes del celuloide.
—Reliquias del celuloide, querrás decir –refunfuñó Brendan.
—Ríete todo lo que quieras, pero tiene un ingrediente secreto. Feromonas –confesó, bajando algo la voz y pronunciando la palabra sílaba a sílaba—. Ninguna dama podrá resistirse a ti esta noche. Las volverás locas a todas.
—Gracias, pero no.
—Otra vez siendo negativo. Si sólo es un poco de perfume. Mira, ya te lo echo yo…
—Pat, déjame estar, no hagas que me arrepienta de haber venido.
Pat le ignoró por completo.
—Dicen que hay que echarlo en el cuello, donde laten las venas, así es más efectivo.
Brendan hizo un intento desesperado por defenderse y se cubrió el rostro con el brazo.
—Leñes, Pat, que me dejes te he dicho. Concéntrate en la carretera…
Pat continuó vaporizando a diestro y siniestro.
—Eso es, una rociadita más y acabamos.
—Pat, por Dios, para o te doy con el zapato. Y no quites los ojos de… ¡¡¡LA VACA!!!
—¿Que?
—¡La vaca! ¡En la carretera!
Pat dio un brusco volantazo y evitó a la vaca por milímetros. Luego, el coche zigzagueó peligrosamente de un lado al otro de la penosa carretera, hasta detenerse en el barrizal que pasaba por arcén. En el interior del vehículo, todavía algo trémulos, los dos hombres guardaron silencio.
—Uf, eso estuvo cerca –declaró finalmente Pat.
Brendan no dijo nada. Su rostro había adquirido un tono cerúleo. Pensando que tal vez necesitara algo de aire, Pat abrió la ventanilla. Ya que estaba, aprovechó para echar un vistazo a la carretera. Quería asegurarse de que la vaca no hubiera sufrido ningún daño.
—Brendan, no te lo vas a creer –comentó Pat, en un susurro cargado de aprensión—, pero se aproxima un mono en bicicleta. ¿Se habrá escapado de algún circo?
Brendan, con la misma expresión en el rostro de alguien que tiene dolor de muelas, ataque de úlcera y además se dispone a saltar de un puente, se volvió a medias y, por encima de su hombro y del respaldo del asiento, miró a través de la luneta trasera.
—Pat, eso no es un mono. Es un policía de tráfico –señaló, manteniendo la calma propia de esos momentos inmediatos tras la hecatombe total, cuando ya se han perdido por completo la esperanza y el temor, y sólo queda el estoicismo que nace de la resignación.
—Mierda –renegó Pat—. ¿Recuerdas cuántas pintas me tomé en el Golden Pit? ¿Tú crees que me hará soplar?
A su lado, Brendan resolló con fuerza. Parecía el último y aparatoso aliento de alguien que la va a diñar.
—Pat, la has jodido.
—¿Ves? ¿Ves? ¡Siempre tan negativo!