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 Los viajes de Gertrud Ovinedottir

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anarion
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MensajeTema: Los viajes de Gertrud Ovinedottir   Los viajes de Gertrud Ovinedottir Icon_minitimeSáb Mar 01, 2014 1:05 am

INTRODUCCIÓN



Corre el año 872 D.C.. y Noruega vibra con el cambio, puesto que Harald Cabellera Hermosa ha conseguido hacerse con el reino de Vestfold y ha unificado a todos los Jarls bajo su mando. Sin embargo, dejemos al rey con su fiesta y vamos ha trasladarnos a la región de las Nordlands: unos cuantos cientos de kilómetros al norte. Sí, justo ahí: en esa cabaña solitaria a orillas de la cara norte del nacimiento del fiordo de Vefsen.

Apenas ha despuntado el día, y los débiles rayos de sol que han logrado atravesar el manto de nubes, nos descubren un lugar que a simple vista parece abandonado. Pero nosotros sabemos que no lo está, porque detrás de esa puerta de madera, medio caída y roída en gran parte de su superficie, se encuentra nuestra heroína: Gertrud Ovinedottir.


Última edición por anarion el Mar Mar 11, 2014 12:50 am, editado 1 vez
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anarion
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MensajeTema: Re: Los viajes de Gertrud Ovinedottir   Los viajes de Gertrud Ovinedottir Icon_minitimeSáb Mar 01, 2014 1:13 am

LA PARTIDA





La luz del sol bañaba el prado, calentándome. El olor a hierba, todavía húmeda por el rocío saturaba mis sentidos, provocando un aluvión de saliva que me inundaba la boca y me lubricaba la lengua. Mis ojos se posaron en un oasis de tréboles. Verdes. Frescos. Muchos. La saliva empezó a resbalarme por la comisura de la boca en anticipación. El calor ya me llegaba a los huesos, así que me levanté con la mirada fija en mi delicioso desayuno. Balando de alegría, troté feliz por el prado. ¡Hacía tanto tiempo que no comía tréboles! Llegué hasta ellos y me deleité unos segundos con esa vista maravillosa, casi me daba pena arrasar aquel manto perfecto, pero el rugido de mis tripas acabó con mi fugaz sentimiento de culpa. Agaché la cabeza y  cerré los ojos mientra abría la boca para tomar el primer bocado del delicioso manjar. No existe un sabor mejor que... ¡Puaj!

Escupí con asco las bolas de mi propia lana. Otra vez Gunard me despertó de una patada, dejándome tirada en el frío suelo de la cabaña.

Ya no había sol.
Ya no había prado.
Ya no había tréboles.

Noté como se me nublaba la vista. Veía como el nivel del agua se elevaba hasta dejarme los ojos como dos estanques. Si las ovejas pudiéramos llorar. Lloraría.

Gemiría.
Gritaría.
Berrearía.

Me arrastré de vuelta a la cama, hecha de mi propia lana. Afuera se oían los paso de Gunard. Los pasos de siempre. Es como si lo viera: se estiraría, bostezaría, se quejaría mentalmente de su miserable vida, me traería un puñado de hierba y volvería a meterse en la cama. Pero no haría nada. Lo conozco desde que era una pequeña corderita, hace ya la friolera de año y medio. Y si ese chico cree que su vida es miserable, quisiera que por una vez, pensara en la mía. Pero pedirle a Gunard que piense es como pedirle a mi pata que vuelva a crecer. Miré con nostalgia el lugar vacío que debía ocupar una de mis patas traseras. La perdí hace tres lunas durante la última nevada. Una tragedia.

Se abrió la puerta de la cabaña y entró Gunard. Dejó caer mi desayuno delante de mí y no pude evitar que el resentimiento me corriera por dentro. ¿Cuatro hierbajos? ¿En serio? Le miré suspicaz. Él no me miraba siquiera.

Malo.
Muy malo.

La última vez que se quedó en trance, se comió mi pierna. Podía oír el latido de mi corazón. Cada vez más alto. Cada vez más rápido. Metí los hierbajos en la boca y mastiqué. Despacio. Mirándole. Giró la cabeza y me miró a los ojos. Una sonrisa se fue dibujando en su cara y a mí se me heló la sangre. "Ya está. Hasta aquí has llegado, Gertrud". Tragué con dificultad viendo como se ponía de pie con más vitalidad de la que le había visto en años.  ¡Por los dioses! Esta vez no se conformaría con una pierna. Noté que algo me resbalaba cerca de la oreja. ¿Podríamos sudar las ovejas?

Le vi acercarse a mí con paso decidido. Intenté arrastrarme todo lo que pude, alejándome, pero él pasó de largo y colocó un trapo en el suelo para luego echarle encima el jubón y las calzas que tenía para mudarse. Anudó el trapo formando un hatillo y luego lo ató a mi pata trasera.

Balé, esperando que sonara a interrogación. No hubo respuesta. Balé de nuevo. Esta vez logré atraer su atención. Se arrodilló ante mí y agarrándome por las patas me enroscó alrededor de su cuello. Salimos al aire gélido de la mañana y, silbando una alegre tonada, Gunard se alejó de la cabaña hacia la boca del fiordo. Hacia una nueva vida.

O, por lo menos, eso esperaba.
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